La pandemia COVID-19 ha despertado una nueva atención sobre los pueblos indígenas y la población campesina y afrodescendiente, quienes gracias al trabajo de la tierra proveen a la humanidad del 80% de los alimentos que consume. En medio del confinamiento y del pánico global, los agricultores familiares podrían estar en capacidad de evitar una crisis alimentaria de inmensas proporciones, garantizando la provisión de alimentos sanos para las familias urbanas y rurales del mundo. A pesar de ello, se trata también de un sector de la población históricamente postergado por las políticas de desarrollo y el modelo capitalista, y uno de los más vulnerables frente a la pandemia. Es así que la crisis encuentra a este grupo de productores y productoras muy golpeado para poder cumplir cabalmente dicho rol.
Los problemas para el acceso a la tierra y la inseguridad de la tenencia, los sucesivos despojos de tierras de grandes grupos campesinos e indígenas, la contaminación de sus recursos naturales con graves consecuencias para su salud en áreas de industrias extractivas, la falta de políticas de apoyo a su actividad económica y la violencia ejercida contra ellos cuando tratan de defender sus territorios y el medioambiente, son algunas de las consecuencias del actual sistema. Ello, sin considerar la precariedad de los servicios de salud con los que cuentan en sus territorios, la falta de acceso a agua para el consumo humano y otros servicios básicos y necesarios para prevenir el contagio.
Todos estos problemas se hacen más evidentes ahora que necesitamos más que nunca garantizar la seguridad alimentaria mundial. La opción por la humanidad no admite postergarlos más. O las políticas para enfrentar la pandemia se vuelcan hacia los sectores más vulnerables salvando a millones de familias de la pobreza y brindando garantías para una vida saludable y sostenible para el mundo, o continuamos bajo un esquema que solo beneficia a unas cuantas corporaciones que han concentrado la tierra y el agua, los circuitos comerciales y el poder a costa de severos impactos medioambientales y sociales. Bajo este último modelo, la pobreza extrema aumentó en América Latina en los últimos cinco años y actualmente se posiciona como la región con mayor desigualdad en el mundo.
Por lo observado hasta ahora, las medidas de apoyo para sectores campesinos e indígenas establecidas para protegerles de la pandemia y asegurar sus ya frágiles economías son insuficientes.
Si bien el aislamiento social es una medida fundamental tanto en el campo como en la ciudad, los gobiernos deben brindar todas las garantías para enfrentar las dificultades subyacentes, como la imposibilidad de comercializar las cosechas por problemas de transporte o por los bajos precios determinados por los intermediarios. Asimismo, se debe atender la situación de las mujeres rurales –encargadas frecuentemente de la provisión de alimentos para sus familias–, quienes tras el cierre de ferias locales deben caminar por horas para poder vender o intercambiar productos alimenticios. De otro lado, hemos visto con preocupación que las medidas de emergencia pueden ser aprovechadas en contextos de violencia para silenciar o vulnerar los derechos de líderes y lideresas sociales y periodistas, siendo las personas que defienden la tierra y los recursos naturales quienes sufren una mayor afectación. El caso de Colombia es particularmente alarmante, en donde los territorios han quedado desprotegidos de los agentes del Estado o de aliados estratégicos, mientras que fuerzas ilegales siguen circulando y ejerciendo violencia en los territorios.
Desde otro frente, se observa que las empresas extractivas y del sector agroexportador tienen licencia para seguir operando en algunos países de la región, evidenciando los privilegios de este sector, aún a costa de la salud de los trabajadores y de las poblaciones rurales aledañas. Las actividades que estas realizan provocan desequilibrios ecológicos severos vinculados al uso de agroquímicos, a la dispersión de contaminantes o a la destrucción del hábitat de animales en áreas deforestadas para la expansión de la frontera agrícola. Los especialistas destacan un vínculo estrecho entre este daño a la naturaleza y la aparición de virus de alto riesgo para la especie humana, como el COVID-19.
Los desafíos que tenemos al frente son enormes para los gobiernos y para la humanidad. Desde la ILC LAC apoyamos y alentamos a los gobiernos que están enfrentando la pandemia poniendo por delante los derechos de las personas. Hoy más que nunca la población rural indígena, campesina y afrodescendiente debe estar en el centro de las políticas públicas para la gobernanza de la tierra y los recursos naturales. Para ello es indispensable la participación de sus organizaciones y representantes en los espacios de diálogo político para enfrentar la pandemia, con los distintos sectores y niveles de gobierno. Desde los territorios hay propuestas y experiencias valiosas que deben ser consideradas y difundidas, basadas en un acceso seguro y equitativo a la tierra, que promueven una producción que respeta todas las formas de vida (como la agroecología) y que permiten a productores y productoras de alimentos controlar circuitos de producción y comercialización que los acerquen a los consumidores. En el caso de los pueblos indígenas, su participación en las decisiones de gobierno es aún más urgente, considerando la complejidad y amplitud de sus territorios, la diversidad lingüística y la necesidad de adaptar a sus particularidades culturales las estrategias de prevención del contagio y atención de sus necesidades.
Es momento de ver al mundo con otros ojos y tomar medidas que nos permitan enrumbarnos hacia una relación de cuidado con nuestro planeta. Ello implica estar abiertos a nuevas opciones y modelos de desarrollo, con nuevos pactos políticos entre países y nuevos acuerdos con multilaterales y actores del desarrollo a nivel internacional. El esfuerzo para frenar los impactos del COVID-19 es de todos y todas, así como atacar sus causas y evitar que una nueva crisis nos golpee en el futuro.