Blog por Luis Hallazi Méndez es facilitador de la Plataforma para la Gobernanza Responsable de la Tierra y miembro del Instituto del Bien Común.
La violencia extractivista está en fase de extrahección, definida como la apropiación de recursos naturales con violación de derechos humanos como requisito indispensable, pero ésta no solo debe ser vista en relación al poder formal transnacional, sino también a la imposición de una lógica extrahectiva que como cascada ha permeado en diferentes niveles de la sociedad, y que en la actualidad transita desde la criminalidad transnacional hasta aquella que se articula en grupos de emprendedores ilegales extendidos por todo el territorio nacional en forma de minería y tala ilegal o narcotráfico.
La presencia de organizaciones criminales internacionales como el Comando Vermelho, el Primer Comando Capital o el Tren de Aragua que, en alianza con bandas criminales nacionales, han ido tomando el control de enclaves fuera de la ley.
Hoy, el Perú es una de las regiones más peligrosas para defensores de derechos ambientales y territoriales: desde el inicio de la COVID-19 solo en la Amazonía se reportaron 25 asesinatos, la gran mayoría líderes de pueblos indígenas.
El último informe de Global Witness señala que las cuencas de los ríos Aguaytia, San Alejandro y Sungaruyacu, donde viven los pueblos Kakataibo y Shipibo, figuran como una región con mayor incidencia de violencia.
Este periodo de cuatro años ha sido sumamente letal para los pueblos indígenas del Perú, al margen de los 25 asesinatos a defensores de derechos en la Amazonía; en diciembre del 2022, cuando la actual presidenta Dina Boluarte asumió el poder, se generó un estallido social que duró tres meses, reprimiendo con un desproporcional uso de la fuerza, que cobró la vida de al menos 49 personas asesinadas por acción de la policía y fuerzas armadas, donde el 80% de esas personas fueron miembros de pueblos indígenas del centro y sur andino peruano. Esa situación de violencia contra la población indígena se volvió a repetir, si sumamos los asesinatos de economías ilegales en la Amazonia y el estallido social son 74 asesinatos, la gran mayoría indígenas; si bien por dos causas distintas, pero ambas representan el mismo colapso institucional.
De los 25 asesinatos en la Amazonía peruana, se deduce que la principal causa en diecisiete de ellos está relacionada a conflictos por cultivos ilícitos, donde los presuntos responsables de los asesinatos son narcotraficantes, mientras que cuatro de los casos están relacionados con minería ilegal, tres con conflictos de hidrocarburos y dos con tala ilegal. Vale aclarar que varios de los hechos violentos no solo refieren a una sola causa, puesto que las economías ilícitas se retroalimentan una con otra. Es más: todas las economías ilícitas utilizan al tráfico de tierras como una estrategia inicial de despojo. Lo cierto es que prácticamente la totalidad de casos aún siguen impunes, incluso los más emblemáticos no han sido resueltos por las instituciones competentes.
De otro lado, de los 23 asesinatos a líderes de pueblos indígenas amazónicos, la etnia más golpeada es la asháninka, con ocho líderes asesinados, entre ellos Santiago Contoricón, líder histórico de la selva central que combatió y lideró el Comité de Autodefensa de Puerto Ocopa, integrado por asháninkas para contener la arremetida del grupo terrorista Sendero Luminoso en la época de conflicto armado interno, y quien en la actualidad venía realizando denuncias contra los cultivos ilícitos y narcotráfico en el Valle de la región de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAE) en defensa constante de los territorios de las comunidades nativas.
Otra de las etnias que siguen resistiendo la presión, amenaza y violencia en sus territorios son el pueblo Kakataibo, cinco líderes fueron asesinados en cuatro años, donde el caso de Arbildo Meléndez, jefe de la comunidad de Unipacuyacu y primer asesinato reportado al inicio de la pandemia, no fue resuelto sino hasta que la propia Guardia Indígena Kakataibo, detuvo al asesino, que finalmente fue juzgado pero que consiguió una sentencia condenatoria injusta por homicidio culposo, cuando en realidad habían suficientes indicios para probar un asesinato premeditado vinculado con el tráfico de tierras para el avance del narcotráfico. Peor aún es la situación jurídica de la comunidad Unipacuyacu que, a pesar de ser un caso emblemático, las instituciones competentes del gobierno central y regional de Huánuco no han podido titular el territorio y el avance de invasores y deforestación para cultivos ilícitos sigue destruyendo el tejido social de la comunidad.
A estos dos casos se podrían agregar las historias personales de cada asesinato, para corroborar las lecciones de resistencia de los pueblos originarios ante la desidia del Estado peruano, que en más de doscientos años de república, no ha sabido reconocer el valor de los pueblos indígenas, en sus dos acepciones, “valor” como el valioso aporte de los pueblos indígenas a la sociedad y el “valor” como virtud, como coraje y valentía humana para la defensa del habitad común. En ese camino, se acaba de conseguir el principal hito de la COP 3 que ha sido la aprobación del Plan de Acción sobre Defensores de Derechos Humanos en Asuntos Ambientales, como parte de la implementación del Acuerdo de Escazú, un plan que permitirá garantizar un entorno seguro y propicio para las personas defensoras indígenas y ambientales, mediante la adopción de medidas para reconocer, proteger y promover todos sus derechos.
Lamentablemente en el Perú, el Congreso de la República no ha ratificado el Acuerdo de Escazú por lo que nos excluye de todos estos avances regionales, pero además el ejecutivo responsable de la violencia nos plantea un futuro inmediato desalentador, puesto que hay una seria descomposición de la institucionalidad estatal a todo nivel, la corrupción no cesa y la complicidad del Estado con actividades de las economías ilícitas es evidente.